Detrás de la puerta verde

XXVII Certamen Literario de Relato Corto “Tito Simón” · Short Story by Alicia Hellmér

Detrás de la puerta verde — illustration

Se vistió sin pensar demasiado, como si sus manos se moviesen por inercia: unos vaqueros gastados, una camisa blanca que había amarilleado con los años y aquella chaqueta de lana que olía a leña y a lluvia vieja. Ainize no recordaba la última vez que se había mirado en el espejo de aquella casa. Tal vez cuando todavía creía que el eco de su infancia podía salvarse.

El reloj del pasillo marcaba las seis y doce cuando decidió abrir las contraventanas. Afuera, el aire olía a tierra removida, a líquenes despertando con la humedad, trepando lentos pero obstinados por las piedras del muro norte. Ese olor a verde mojado le provocó un vértigo antiguo, el mismo que sentía cada vez que pensaba en la puerta: la puerta verde. La del cobertizo del fondo. La que Ramón, su tío, le había prohibido abrir jamás.

Gorka llegó sin avisar, con el sonido metálico del coche rompiendo el silencio de la colina. No se abrazaron al principio; bastó una mirada.

—Sigues igual —murmuró él, encendiendo un cigarro sin apartar la vista del caserón.

—Y tú sigues sin saber mentir —contestó ella.

Habían vuelto por la misma razón: la herencia. Pero los papeles que Elsa, la abogada del pueblo, les entregó esa mañana no eran los que esperaban. Ramón no solo les dejaba la casa; había una cláusula, una nota manuscrita, escrita con una caligrafía temblorosa:

No abráis la puerta verde hasta el tercer día después de mi entierro. Si lo hacéis antes, todo se perderá.

Nadie entendió a qué se refería. Pero Ainize sintió un escalofrío. Recordaba algo: una sombra, una respiración, un susurro al otro lado de esa puerta, cuando tenía apenas ocho años.

La lluvia comenzó a caer fina, tejiendo una red plateada sobre el jardín. El musgo se encendía en verde, como si respirara. El agua corría por los canalones con un rumor antiguo, y Ainize pensó que todo en aquella casa parecía seguir un ritmo distinto, como si el tiempo se hubiese detenido el día que Ramón decidió no volver al pueblo.

Esa noche no durmió. Escuchaba pasos: primero en el pasillo, luego detrás de la puerta verde.

A la mañana siguiente, encontraron a Gorka en el granero, con la mirada perdida y una mancha de barro en la mejilla.

—No fui yo —dijo él antes de que ella preguntara nada—. La puerta… estaba abierta.

Ainize corrió hasta el cobertizo. El aire dentro olía a humedad y hierro. Las herramientas estaban oxidadas, cubiertas de polvo. Pero había algo más: una silla, un lazo de cuerda colgando del techo y, sobre la mesa, una caja de madera cerrada con una cerradura rota. Dentro encontraron cartas. Decenas de ellas, todas dirigidas a una misma persona:

Para Ainize, cuando seas capaz de recordar.

Las letras hablaban de cosas imposibles: de una desaparición nunca denunciada, de una mujer con los ojos verdes como los líquenes, de una promesa rota y de un secreto enterrado bajo el muro norte del jardín.

Fue entonces cuando comprendieron que Ramón no había muerto solo. Y que la puerta verde nunca había sido solo una puerta: era un umbral.

Esa noche, el viento cambió de dirección. Los perros del pueblo aullaron sin motivo aparente. Ainize bajó al jardín con una linterna temblorosa, mientras Gorka la seguía sin convicción.

El muro parecía distinto. Los líquenes brillaban con una fosforescencia tenue, como si la lluvia los hubiera despertado de un sueño largo. Al apartarlos, Ainize descubrió una grieta. Dentro, algo que relucía: un colgante. El mismo que su madre llevaba el día que desapareció.

Y entonces lo recordó todo: el olor a tierra, los gritos, la voz de Ramón diciéndole que corriera, el portazo… y la puerta verde cerrándose para siempre.

Cuando la policía llegó, apenas quedaban rastros. El jardín había sido removido, como si alguien hubiera cavado con desesperación. Ainize no supo explicar lo que había visto. Tampoco podía. El muro había desaparecido al amanecer.

Solo quedó el olor persistente de los líquenes, trepando otra vez, verdes, por las piedras húmedas. Y, sobre la mesa del salón, una nota escrita con la misma caligrafía temblorosa:

Ya sabes lo que hay detrás de la puerta verde. Ahora decide si quieres volver a abrirla.

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